Os adelanto una pequeña muestra de algunas líneas de la novela en que actualmente trabajo y que pretende ser un retrato de los tiempos que vivimos, de la perspectiva de los jóvenes ante la época que les ha tocado vivir, sus esperanzas, sus frustraciones. No se trata de una novela autobiográfica pero espero que sepáis perdonar ese pequeño y creo que inevitable error de los escritores noveles de "tirar de archivo" y recurrir a lo vivido y conocido en más de una ocasión. Espero que os guste y que os apetezca leer más ;)
No
cogía el teléfono. Para no quedarme en casa toda la mañana, se me
ocurrió salir a hacer algunas fotos por el centro. Me calcé las
botas, me puse una rebeca –todavía hacía fresco a principios de
junio, raro pero cierto-, me atusé el flequillo con las manos y salí de
mi casa pensando en la reinvención.
Era
en sí un concepto atractivo. No era una palabra que sonase mal, ni
mucho menos. Sonaba a emprender, a aventuras, a cambio a mejor. Sin
embargo no podía dejar de percibirla con un punto amargo en tanto
que se imponía a los jóvenes de mi generación. Y a mí, que al fin
y al cabo, soy el caso que más me preocupa.
Reinventarse.
¿Para qué? ¿Quería reinventarme? No hacía tanto tiempo que me
había inventado por primera vez. Quizás tiene más sentido
reinventarse cuando uno se aburre de lo que hace, al final de su vida
laboral, o al menos a mitad, o en su jubilación, cuando se tiene tiempo. Pero no me
parece de buen gusto imponer a un puñado de jóvenes la reinvención
de sus trayectorias cuando éstas aún no han empezado. De ninguna
manera.
Mi
invención comenzó en la Facultad de Ciencias de la Información.
Fui a una carrera atestada de gente, con una competencia infinita. Y
fui porque quise, es cierto. Fui por vocación, porque siempre quise
ser periodista. Con mi primer sueldo de camarera de terracita
veraniega pagué mi primera cámara, tenía diecinueve años. Fue una
herramienta cara pero necesaria en el proceso de invención que se
abría ante mis ojos: el fotoperiodismo, una nueva pasión
encontrada.
Me
iba a hacer fotos a diestro y siniestro todos los días que salía el
sol y todos los que llovía también. Me encantaba. Ahora no es lo
mismo, no es la misma inspiración gratuita y despreocupada la que
dispara por mí. Ahora hay más problemas detrás de la cámara que
delante, quizás porque son míos y no quiero ver que en efecto no
son los peores, pero así lo siento.
A
veces salía a hacer fotos solo porque el click click de los
disparos me relajaba. Me gustaba fotografiar “a ciegas” solo
direccionando la cámara hacia un sitio amplio, como una calle, un
parque. Y sin fijarme demasiado, fotografiar. Estaba muy interesante
ver las vidas que confluían en un plano general de forma casual.
Disparé a la Calle Arenal: la Ópera al fondo, una que mira
escaparates, un inmigrante con chaleco fosforescente comprando oro al
peso, dos enamorados inmortalizados en una carantoña, una señora
que pide limosna en San Ginés, cerca de una de las librerías
favoritas de Salva cuyo rinconcito se intuye a la izquierda, donde
un señor inclinado selecciona un libro de segunda, tercera, o quinta
mano.
Cuánto
ha cambiado Madrid desde que llegué. Cada día amo más esta ciudad.
No solo por bella, que me lo parece hasta decir basta, sino por sus
continuas lecciones, por su afán de sobrevivir en la belleza de
siglos atrás sin renunciar a los aires de nuevos tiempos que la
cubren de modernidad.
Lo
malo de los nuevos tiempos, de los que ahora transcurren, es que a
parte de esa modernidad que se traduce en rascacielos o entradas
estrambóticas a la red de metro como la que han puesto en la Puerta
del Sol, también cubren a la ciudad de incertidumbre y miseria.
Nunca había visto en Madrid tantos indigentes como ahora mismo, y ya
llevo aquí más de una década.
Me
deprime enormemente que estén por todas partes. Porque me hacen
sentir repugnante en una indiferencia casi obligada, estandarizada,
que todos mostramos sin despeinarnos. Pienso que hoy en día, no es
tan difícil verse en su lugar y de repente me siento miserable por
quejarme de que no me salga trabajo, si al fin y al cabo voy
sobreviviendo con la ayuda de mis padrastro, cual quinceañera.
¿Tengo derecho a quejarme? La verdad es que no lo tengo nada claro.
Cuando
me encontraba revisando la última fotografía escuché mi nombre
tras de mí. Levanté la cabeza y encontré al girarme a Salva. No
iba solo.
Hacía
tiempo que no nos veíamos, casi dos meses. Hablábamos por teléfono
poco y mal, y nuestro último encuentro fue un tanto extraño:
después de conseguir comportarnos como amigos medianamente normales
durante algún tiempo, finalmente nuestra normalidad no dio más de
sí y terminamos en la cama. Parecía increíble después de la
última gran pelotera por la enésima vez que salió a relucir el
tema de Víctor. Después de acostarme con Salva por última vez
sentí un tremendo agobio y prácticamente le eché de mi casa
diciéndole que necesitaba estar separada de él un tiempo. Ese era
el tipo de comportamiento que no me ayudaba a convencerle de que lo
de Víctor había sido algo confuso y pasajero. Ya hacía un par de
años que nos cabreábamos y reconciliábamos por el mismo tema.
Muchas veces ni yo me entiendo, y no me podría perdonar el jugar con
sus sentimientos. Así habían pasado las semanas. Siete en total,
las había contado.
Alba Sánchez Serradilla